Desde chico, remé con el orden y la disciplina como si fuera un chiste de mal gusto diario.
– En la primaria, mis maestras eran como sargentos alemanes de la Primera Guerra Mundial (¡pero sin el acento!).
– En la secundaria, los profes eran tan estrictos que parecían ser de la familia extendida de Mengele, aunque sin las mismas aficiones peligrosas.
– En la universidad, los docentes eran sin dudas de la Santa Inquisición, menos las torturas, en el resto eran igual de implacables.
– Mi primer empleo fue como si estuviera en una película de espías: un error y boom, ¡a cobrar la indemnización!
– Como instructor militar, entendí que enseñar no es solo «llenar cabezas con estrategias, sino salvarlas»; si no, el resultado era un «boom» literal. y llevar un féretro a la familia.
– Como fabricante de equipos electrónicos, logré que mi pequeña fábrica sea tan segura como un nido de amor ¡ni un solo accidente! Todo porque le enseñé a mis muchachos a cuidarse como si fueran cirujanos (cuidando sus herramientas más importantes, sus ojos, sus dedos y sus vidas).
– Como profe universitario, sé que soy un tipo querido y al mismo tiempo temido: accesible para solucionar cualquier problema, pero también inflexible. No regalo notas y los alumnos terminan siendo competentes, hasta algunos lo agradecen.
– Sumando y restando, llego a la conclusión que sí, el orden y la disciplina son necesarios, ¡a menos que quieras un caos y que ni siquiera en un circo te acepten para hacer de payaso!
-El desorden y la falta de disciplina, solo genera productos de «baja calidad» y personas «mediocres».
– Así que, jóvenes del mundo, si en la escuela o sus trabajos alguien los exige más de lo normal, ¡alégrense! Con los años, lo entenderán y agradecerán.
Finalmente, llegarán a una edad, como la mía, adonde la mediocridad no es bienvenida, y no hay ninguna excusa para aceptarla.